miércoles, 6 de julio de 2011

Llegada (Cap 18)



“Sin embargo, Mech no estrelló el navío espacial contra el agua, tampoco activó el complejo aparato de reanimación que sacaría a Vihíma del desmayo. Tenía otros planes. Aquella frase dicha por ella durante la última conversación, “Yo, no te abandonaré” seguía martilleando en su interior. “Yo tampoco te abandonaré” respondió mentalmente el ordenador. A Mech siempre le fascinó la flexibilidad de los humanos para encontrar soluciones alternativas en medio de las crisis, era esa la base de un informe detallado que Yeeho estaba terminando de escribir cuando sobrevino el desastre. Por eso, con la rapidez y capacidad de multitarea que poseía, revisó los apuntes personales donde el amigo fallecido exponía su asombro ante determinadas conductas de los pueblos de la tierra y cómo ellas estaban emparentadas con otras similares, aunque antiguas, de su propia civilización. El trabajo estaba muy avanzado y en una parte del mismo, Yeeho proponía la necesidad de entrar en contacto abierto con los seres de la tierra para acelerar su desarrollo y así saltarse algunas etapas de la evolución, permitiendo la apertura de nuevas rutas de entendimiento y de paso quebrando las ataduras y manipulaciones surgidas de las instituciones religiosas vinculadas al poder económico y político a las que él, con una sinceridad digna de elogio, consideraba culpables de los crímenes y sufrimientos del planeta. En otra parte del trabajo, su autor adelantaba las bases teóricas de un cambio en su cuerpo biológico para adaptarlo al exceso de oxígeno terrestre con el fin de poder respirar sin peligro nuestro aire. Mech entendió que aquello podría ser el gran legado póstumo de Yeeho y que allí podría encontrar el plan B. “Una alternativa, buscar una alternativa, para que ella viva” se dijo a sí mismo mientras continuaba la caída. “Debo lograr que Vihíma adapte su metabolismo a ese planeta, no debe ser difícil” pensaba desde la sinceridad “Yo, no te abandonaré” repitió convencido.
A veinte mil metros de la superficie logró encender uno de los motores, fue por poco tiempo, suficiente para detener el descenso hasta los dos mil kilómetros por hora. Entonces sacó los frenos de gases, reservados para la reentrada triunfal a  su perdido planeta de origen y entonces los marcadores señalaron mil kilómetros menos de velocidad. Al fin, detuvo el estropeado bajel a trece mil metros sobre el océano, a esa altura, sesenta y cinco grados bajo cero enfriaron rápidamente el chamuscado fuselaje.
Repasó las cartas de navegación. Hizo cálculos, revisó las constantes vitales de Vihíma y puso proa hacia el noreste con toda la fuerza que le quedaba en los quemadores. Al poco rato la cordillera de los Andes se perfiló cual muro a saltar. Tiró de alerones y se elevó un poco, rectificó dirección y amplió el diámetro de las alas para planear mejor. Cruzó territorios de futuras naciones. La nave, en este último viaje, intentaba comportarse lo mejor posible. Fabricada con aleaciones cuyas moléculas tenían memoria, crujía y chirreaba mientras surgían paneles ocultos que le hacían cambiar constantemente de forma exterior. A dichas moléculas, Mech les hizo creer que estaban volviendo a casa y ellas respondieron autoconfigurándose a medida que penetraban, en altura y temperatura, en aquel nuevo entorno. Gracias a eso, Mech ganó mucho en estabilidad aunque, para entonces, la nave estaba hecha una ruina volante.
Hasta que un mar de color verde sacó destellos de clorofila a su pulida panza. Durante la última media hora de luz, planeó en zigzag sobre la selva del Amazonas. Con las antenas desplegadas y los sensores al máximo, rastreó con aire de sabueso la diversidad química de las piedras, los árboles y los habitantes de sangre fría y caliente de allí abajo. Mientras penetraba en la oscuridad, Mech sentía acabarse el tiempo, los generadores no daban más empuje y perdía altura lentamente. La noche sobre la Gran Selva no impedía que los ojos eléctricos lamieran las copas de los árboles y el cauce del Gran Río. Un esfuerzo atroz que recalentó los circuitos y originó un incendio en el módulo de alimentación y agricultura. Desesperadamente, el ordenador aisló aquella sección y la separó del resto de la nave, sacrificando, no sólo la comida de Vihíma, sino también la aerodinámica de toda la estructura. Una vez desconectado, el módulo quedó flotando unos segundos bajo la fuerza de dos pequeños motores de plasma que al apagarse provocaron una lumínica explosión que pudo verse a muchas millas, para desplume de desprevenidos tucanes, perezosos caimanes y pacíficos monos arañas que saltaron huyendo, de rama en rama, hacia sitios donde la honda de calor no les chamuscara los pelos de sus largas colas. En un recodo del Río, allí donde la corriente se amansa y regala una tranquila playa fluvial de arena gruesa, entre riscos con huellas de pasadas inundaciones y robustos árboles de viejos anillos, Mech perdió todo control sobre aquel magnífico ingenio espacial. Se estrelló con rugido de naufragio, triturando a su paso granitos y mármoles, partiendo maderas en finas astillas en un surco ardiente que rompió la monotonía de la selva; fatigada, la vieja máquina había protegido con una membrana flexible el frágil cuerpo de Vihíma y el encéfalo principal de Mech en lo que sería el último servicio a sus huéspedes antes del contacto con el suelo. Después envió una señal molecular a toda su estructura que ordenaba la inmediata descomposición de sus elementos a excepción de aquellos que contenían a Mech, la chica y la baliza de señal de socorro. Al fin estaban en el planeta tierra. Más aliviado, Mech comenzó a despertar a Vihíma, no hubo respuesta. Insistió y recogió silencio. Activó un cóctel de estimulantes que no pasaron más allá de la garganta, aplicó descargas, pero su pecho continuó ausente de ecos tranquilizadores. Aquella quietud tenía el aspecto de la muerte. Aquel cuerpo no era más que el espejo de lo que un día fue su amiga. Mech no puede llorar, de hecho no tiene ojos para hacerlo, él es puro sentimiento, él es mente y espíritu. Entonces, ante tanto dolor, una parte de su cuerpo empezó a marchitarse y una gota de sabia rodó tronco abajo cuando la fina piel vegetal que le cubre, no pudo más.”           
        

No hay comentarios:

Publicar un comentario